miércoles, 29 de febrero de 2012

Pantaleón y Las Visitadoras o El Fiel Funcionario


     

   Con un estilo sorprendente, lleno de agilidad y riqueza léxica, Vargas Llosa nos deslumbra con la historia de Pantaleón Pantoja, el leal y honrado capitán del ejército peruano a quien sus superiores encomiendan una extraña misión: la de proporcionar prostitutas a los soldados de los múltiples puestos militares diseminados por el Amazonas, para poner fin a la oleada de violaciones que se suceden por la escasez de mujeres. Pantaleón cuenta con recursos y medios proporcionados por el ejército, pero no deberá vestir su uniforme militar, pues su labor ha de ser clandestina...

    La tarea no es muy del agrado de Pantaleón, quien sin embargo se entrega a ella en cuerpo y alma y, haciendo gala de gran eficiencia, consigue que el servicio de visitadoras sea todo un éxito: recluta y ‘cata’ mujeres (por puro celo profesional), elabora minuciosos informes de previsiones y resultados, supervisa el trabajo de las prostitutas, vela por su seguridad y salud, en definitiva, no deja un cabo suelto. Y todo ello con la mayor seriedad y el máximo respeto hacia sus ‘colaboradoras’. Así, en sus detallados informes a la superioridad, da cuenta, en grandilocuente tono oficial, de los resultados de sus meticulosas indagaciones acerca de las necesidades sexuales de la soldadesca. Provoca hilaridad la solemnidad de su estilo en contraste con lo burdo del asunto que le ocupa. Así, denomina “usuarios” a los soldados que solicitan sexo, “prestación” al acto sexual, “ambición” al deseo requerido, “convoyes” a los grupos de prostitutas que parten a trabajar en los cuarteles.


     
    Pero su gran entrega no sólo le depara éxitos: algunos de sus superiores no están de acuerdo con la existencia del servicio de visitadoras, al que consideran una vergüenza para el ejército. Tampoco los vecinos de la zona lo consideran algo edificante. Ni el sacerdote militar, el padre Beltrán, que llega a abandonar el ejército por este motivo. Incluso los medios de comunicación le atacan: el popular locutor de radio Sinchi lanza diatribas en su contra, inflamando aún más a la población de Iquitos (hasta que obtiene, eso sí, un buen precio por su silencio). Pero a todos ellos, incluido el sacerdote, los vemos disfrutar de los servicios de las prostitutas en las últimas páginas del libro.

    Inmune a críticas y odios, Pantaleón prosigue con su labor (hasta cuenta con un himno y colores distintivos) y la demanda aumenta de tal manera que desborda toda previsión. También los suboficiales y oficiales reclaman ser atendidos por las visitadoras, y la población civil considera que deberían contar con el mismo derecho. Esto provoca algunos conflictos e intentos de ataque a los convoyes de mujeres. Pero la constante supervisión de Pantaleón va resolviendo todos los problemas y el servicio se va ampliando continuamente.

   Una de las nuevas visitadoras, la tentadora Brasileña, consigue atraer a Pantaleón, el incorruptible y siempre fiel Pantaleón, que se ve irremisiblemente cegado por sus encantos. Esto hace que su mujer, Pochita, lo abandone y se lleve a la hija que acaban de tener. Y esta es la única mancha en el impecable historial de Pantaleón, su única vergüenza: la atracción que siente por la Brasileña le hace restringir al mínimo las ‘prestaciones’ de aquélla a los soldados, privilegio que reconoce vergonzoso porque sabe, además, que es la preferida por todos.

   Al tiempo que florece el servicio de visitadoras, en la zona del Amazonas prolifera la fe ciega hacia el hermano Francisco y su Hermandad del Arca, un creciente ejército de fanáticos devotos de la cruz, que llegan a crucificar alguna pobre víctima que luego les sirve de mártir para su causa. Casi todas las prostitutas, muchos soldados y hasta la señora Leonor, madre de Panta, se suman a la secta, que se extiende entre la población como una mancha de aceite.


     La historia avanza mediante una amplia variedad de recursos que Vargas Llosa nos ofrece con maestría: artículos de periódico, cartas, informes, locuciones radiofónicas, un sinfín de materiales que aportan gran agilidad y variedad estilística a la obra. Es interesante el singular empleo de los diálogos: el autor alterna y mezcla diálogos que transcurren en lugares distintos e incluso en momentos diferentes, saltando de uno a otro sin que en ningún momento perdamos el hilo. Hace avanzar la trama con soltura mediante comentarios que, en apariencia, acompañarían a los diálogos, pero que en realidad nos transportan a otro lugar u otro momento de la historia. Salta en el tiempo y en el espacio. Así, hacia el final de la obra, nos desvela con habilidad el futuro de cada visitadora intercalándolo entre los diálogos del protagonista, y desarrolla tres hilos narrativos simultáneamente: la despedida de Pantaleón de Iquitos, el fin del hermano Francisco y el futuro de cada visitadora, todo ello aquí y allá a modo de salpicaduras inesperadas entre los diálogos de Pantaleón con su madre, sus colaboradores o sus superiores.

     El desenlace de la historia es desolador: un grupo de hombres ataca uno de los convoyes de mujeres y la Brasileña muere al recibir un tiro en la refriega. Pantaleón organiza un ceremonioso funeral en su honor y lee una sentida elegía enfundado en su uniforme. Aquellos honores oficiales, que han puesto en evidencia al ejército,  desatan las iras de sus superiores, que inmediatamente desmantelan el servicio de visitadoras e invitan a Pantaleón a abandonar el ejército. Ante su negativa, lo envían a un remoto destino (donde su mujer, Pochita, vuelve a reunirse con él).

      Su final coincide con el del lunático hermano Francisco, quien, a punto de ser prendido por la justicia, se hace crucificar por sus seguidores.

      Algo de lunático, quizás, tiene también Pantaleón por su ‘extrema’ forma de actuar: su impecable trabajo, su seriedad absoluta, su total carencia de dobleces, su increíble honestidad (es incorruptible), su incapacidad para desplegar la doble moral de sus superiores y convecinos, que le reprochan su labor al tiempo que desean beneficiarse de ella a toda costa.

      Pantaleón se sale de lo común, como observa uno de los oficiales que, tras haberle encomendado aquella tarea, al final le da la espalda: “Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta” (p.305). Un “bicho raro”, concluye. El único capaz de sacar adelante con tal dignidad una tarea tan innoble. 




domingo, 19 de febrero de 2012

The Importance of Being Earnest


 In this scene, Lady Bracknell interrogates John Worthing, the young man to whom her dear daughter Gwendolin is engaged. As any loving mother should do, she enquires about the suitor's best qualities: his properties, his income, his relations... What else is love about?!


viernes, 17 de febrero de 2012

POSTMODERNO VA/DE RETRO



Iba a escribir un cuento en el que a un más que mediocre ajedrecista se le ocurría la peregrina y lucrativa idea de registrar los movimientos de sus partidas en la propiedad intelectual después de haberse conchabado con ideólogos papanatas que se ganan los bogavantes en la prensa que estruja palabras y con los tenderos de cosas escritas, lo que generaba una sucesión de absurdos y ridiculeces sin fin, cuando me entero de que la pingüe genialidad ya se le había ocurrido a Lasker. Está visto que no hay nada nuevo bajo el sol.



[No, este hombre no es Joseph Roth, ni el borrachín de su barrio, ni usted mismo: es Emanuel Lasker. Y la imagen la he cogido de aquí: http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Bundesarchiv_Bild_102-00457,_Emanuel_Lasker.jpg. Y esta es la fuente u origen de la imagen: Deutsches Bundesarchiv (German Federal Archive). Y que quede claro que toda esta peña ni me respalda ni respalda el uso que hago del trabajo. ¡QUE CONSTE QUE NO ME RESPALDAN, QUE NO!]

Que la mediocridad, cuando no la absoluta nulidad, se disfraza de propio y legítimo derecho y defensa de los derechos ajenos para rascar las heces de su interés pecuniario, lo sabemos todos. La tontería se mueve en estampida. Hace un par de días estaba buscando la fotografía de un geranio para poner en este  blog y, claro, voy al buscador de imágenes de Google, y de ahí voy a la Wikipedia, y ahí entro en Wikimedia Commons, y, en efecto, encuentro una fotografía sin calidad, burda, mezquina, hecha, sin duda, por un menda aburrido pero armado de una sencilla cámara digital o de su mismísimo móvil. Me digo que voy a usar esa imagen, claro, porque así no me meteré en líos, porque es imposible que de “eso” nadie reclame derechos de autor… ¿Les cuento el final de esta historia? Casi tuvieron que llevarme a urgencias, pero ¿cómo explicarle al médico de turno que mi mal radica en ciertas ideas que tengo acerca de la cultura, el arte, el autor, la obra, los derechos, el raquitismo intelectual y la estupidez legal?

Gracias a que no recibí atención médica, en aquel estado de aturdimiento recibí una iluminación tan pasajera como peregrina que me llevó a comprender que los antiguos eran infinitamente más tontos que nosotros.

Para empezar, los antiguos no tenían ni televisión ni Internet. Y a la vista están los resultados, ese museo de objetos, palabras e ideas rotas, inservibles, obsoletas. Sólo en pueblos sin Internet puede nacer quien invente la rueda y no le ponga copyright con el que sus herederos puedan vivir del cuento. No quiero imaginarme el oprobio físico y financiero que habría padecido Duchamp cuando los herederos del inventor de la rueda vieran esto:



[Helo aquí, vía buscador de imágenes de Google: http://arcadia-a.blogspot.com/2006/12/ready-mades-el-objeto-anestesiado.html]

Vieran esto y se enterasen de que Duchamp no había pagado derechos por el uso de la rueda.

¿Y qué sería hoy del pobre Max Ernst? Un autor que hace collages está condenado a ser constantemente denunciado por quitar el pan de la boca a los herederos de la propiedad intelectual. Fíjense en esta imagen de Paramyths:




Aquí, Ernst no sólo podía haber sido denunciado por los herederos de los derechos de autor del escultor de la Venus de Milo, sino por los herederos de los derechos de autor del libro de Thomas Bulfinch The Age of Fable (de donde extrae la imagen que luego retoca) quien a su vez podía haber sido denunciado por los ya mencionados herederos de los derechos de autor del escultor de la Venus de Milo.

Y en ese rapto de enajenación estuve a punto de comprender las arcanas relaciones postmodernas entre lógica y cinismo, entre monstruosidad y puritanismo, entre copia de la copia y copia de la copia de la copia. Incluso estuve en un tris de comprender la relación de todo esto con las palabras de Houellebecq que Arrabal recoge en ¡Houellebecq!:

“Podemos chotearnos hablando de monjas, de pollas, de ojos arrancados, de ‘sidaicos’. Es posible dar por culo a la Virgen en una novela. Pero hay un límite que no podemos franquear: Atacar a un grupo financiero internacional a través de uno de sus productos… ¿Nos atreveríamos a escribir?”:

“Antes de lamer el culo a las niñas a las que acababa de capturar, Marc rociaba sus anos con yogur líquido DANONE. Había probado con YOPLAIT o con CHAMBOURCY, pero no: la acidez era demasiado pronunciada. El gusto que daba a las secreciones anales carecía de finura; y todos sus amigos pedófilos opinaban como él. Para sus ‘gang-bang’ de niñas, Marc permanecía rotundamente fiel a DANONE”.[1]

Pero, tristemente, el tris se me fue y con él también la oportunidad de disentir con Houellebecq a no ser que concediese que no hay mayor grupo financiero internacional que el movido por el mecanismo de la herencia.


[1] ARRABAL, Fernando. ¡Houellebecq!. Madrid: Hijos de Muley Rubio, 2005, p. 47.

sábado, 4 de febrero de 2012

Opúsculo sobre el culo: órgano de la introspección






Introducción al opúsculo

Que los genios hacen introspección, ya lo sabemos. Que el resto de los mortales no hacemos introspección ha de conducirnos a preguntarnos con qué órgano hacen introspección los genios, pues ellos han de tener algo de lo que los demás carecemos. Pero esta pregunta, como todas, es una estupidez.

Los genios hacen introspección a través de un canal que les lleva a lo más profundo de sí mismos; un canal con su entrada oscura y su pasadizo oscuro que lleva a un lugar muy oscuro. Se diría que la introspección es para expertos en alcantarillas y cloacas. Ser un genio es iluminar el propio chiquero.

Ahora bien, ¿cómo vamos a pensar que somos más luminosos y superficiales que un genio? Por lo tanto, también nosotros poseemos ese órgano que permite la introspección. Y no se trata del espejo, no. Hablo de aquello que nos define y da cuenta de nosotros, porque si se cuentan esos órganos sale la cuenta de los y de lo que somos. Porque, a ver si pueden decirme lo contrario, del ser humano se podrá decir cualquier cosa, pero todo ser humano tiene un culo, y si se cuentan los culos, se da cuenta del ser humano. Por lo tanto, no cabe duda de que el genial órgano de introspección es el culo. Ahora bien, ese hueco, esa alma nuestra que obra y no para de obrar, la mayoría la tenemos encasquillada en nuestra indiferencia, incluso en nuestro asco (digo algunos). Por eso resulta imprescindible ahondar en este tema, y la razón nos la recuerda Rabelais: “Pues, como dice el proverbio, en el culo del disentérico siempre se encuentra mierda”.



Kafka

Las relaciones entre introspección y culo las podemos encontrar, por ejemplo, en Kafka. En una entrada de su diario (17 de enero de 1911) escribe: “tendría que pasarme un año buscando antes de encontrar en mí un verdadero sentimiento”. Pero no tarda un año, no, sino un par de renglones: “atormentado por las incesantes flatulencias”. He ahí un sentimiento verdadero. Y es que Kafka está comenzando un inagotable proceso introspectivo “como un cerdo que se revuelve en el estiércol”, ya que “si quieres penetrar en ti mismo, no podrás evitar tanta suciedad que te desborde. Pero no te revuelques en ella”. Hombre, eso es difícil, pues al realizar un comentario sobre un personaje de ficción, nos confirma que es “sucio y puro, peculiaridad de quienes piensan con intensidad”. He ahí la dualidad onda-partícula propia de la introspección: la luz de la conciencia solo ilumina heces. ¿Cómo curarse de esta insidiosa, paralizante y voraz introspección? Por supuesto, viajando. ¿Pero qué sucede cuando uno viaja? Que puede darse cuenta de que el mundo no es un pañuelo, sino más bien una hoja de papel higiénico. De ahí que en medio del camino haya que apuntar, como Kafka, “Fuerte diarrea”, y que se descubra que la genialidad acecha en los rincones más oscuros: “Cerca de mí hay un señor mayor desnudo en la hierba, con un paraguas abierto por encima de la cabeza y con el trasero apuntando hacia mí, y se tira pedos ruidosos en dirección a mi cabaña […] Se tira tales pedos que no entiendo ni una palabra de lo que dice”. Lo que nos arroja a la cara la certeza de que la introspección es inefable, cual sonido de todo órgano.


Montaigne



Mucho han escrito los especialistas acerca de la influencia de las lavativas en la obra de Nietzsche, pero no vamos a hablar ahora del bigotudo filósofo. La cosa es que para curar el mal de introspección solo se conocen dos remedios: las lavativas y los viajes. Ya hemos visto que Kafka trató de liberarse de su vicio con varios viajes. Y si hablamos de viajes y lavativas, de esa bonanza del agua bien encauzada, no podemos omitir al hidrólogo Montaigne y, en concreto, el diario que escribió durante su viaje a Italia.

Montaigne, como buen hipocondríaco, presumía de buena salud y se pasaba todo el tiempo cuidándose. De ahí que diga: “Yo no he tenido mayores enemigos de mi salud que el aburrimiento y la ociosidad”. Es decir, de ahí que mienta, como veremos a continuación.

Porque Montaigne sabía que también padecía, incluso de viaje, el hechizo de la introspección: “Infinitas flatulencias”, escribe en italiano. De ahí que busque remedio en las lavativas, incluso, de nuevo, de viaje: “El lunes 8 de mayo, por la mañana, tomé con gran dificultad la purga que me suministró mi hospedero, no con la eficiencia del boticario de Roma, y la tomé con mis manos. Comí dos horas más tarde y no pude terminar mi comida; su intervención me hizo devolver lo que había tomado, e incluso me hizo vomitar después. Fui tres o cuatro veces al retrete con gran dolor de vientre, a causa de la ventosidad, que me atormentó casi veinticuatro horas”.

Pero ese no es el único mal que aquejaba a Montaigne: los cálculos lo torturaban. Pero su sabiduría le hacía llegar a la siguiente conclusión: “Es una costumbre tonta calcular lo que se mea”. Sin duda ninguna, lo que aquí nos quiere decir es que a través del órgano de la micción no puede salir (ni entrar) introspección alguna, luego todo cálculo es superfluo. De ahí que en su viaje acuático (oh agua, patria intelectual de Tales y poética de Píndaro) diga lo siguiente: “Estaba siempre molesto por las flatulencias en el bajo vientre, sin dolor, y por eso expulsaba en la orina mucha espuma y burbujas, que tardaban mucho tiempo en deshacerse. Algunas veces, también pelos negros, pocos; recuerdo que, otras veces, expulsaba bastantes”.

Como el número de ejemplos en este diario acerca de lo saludable del agua, se tome por donde se tome, y de los males que pueden acaecerle al cipote o verga, roza una cantidad ad náuseam, no es cuestión de dilatarse, y sí se impone un final feliz: “Por la mañana, habiendo soltado infinitas ventosidades, me sentí muy aligerado. Estaba bastante rendido, pero sin dolor”.


Flaubert



Y es que esto de viajar, si se tiene la mente clara y las posaderas lúcidas, conduce a reflexiones explícitas que hacen de la introspección un cúmulo de vivencias casi inenarrables y, en boca de Flaubert, auténticamente inerrantes.

Así, cuando tras nueve días de aporrear las nalgas contra el caballo por fin llega a Jerusalén, nos asalta su lucidez: “Nos falta poco para alcanzar los muros. - ¡Por fin! nos decimos para nuestros adentros […] Entramos por la puerta de Jaifa y me tiro un pedo al traspasar el umbral, muy involuntariamente; hasta a mí me ha molestado ese volterianismo de mi ano”.

Pero no era para menos, y la primera intuición, fruto sin duda de una introspección llevada a su máximo de expresión, aprehendió intuitivamente lo que allí aguardaba: “Jerusalén es un osario rodeado de muros; la primera cosa curiosa que hemos encontrado allí es la carnicería. En una especie de plaza cuadrada, cubierta de montículos de inmundicias, un gran agujero; en el agujero, sangre coagulada, tripas, mierdas, mondongos ennegrecidos y oscuros, casi calcinados al sol, todo alrededor. Olía muy mal, era hermoso como exhibición de suciedad”.

La introspección, aunque de viaje, y por muy veloz que penetre en las cosas, siempre parece llevar a lo mismo.


Dalí



Si los viajes no curan de la introspección, y si el agua, aunque sabiamente encauzada, no tiene más que transitorios efectos paliativos, hemos de reconocer que quien viaje y se irriga no consigue nada si continúa optando por métodos contemplativos. Y el único método activo que se conoce es la creación. Dalí, genio creador del Continuum de cuatro nalgas, sabía lo suyo de esto.

Porque ¿qué es el método crítico-paranoico? “En términos generales, se trata de la sistematización más rigurosa de los fenómenos y materiales más delirantes, con la intención de hacer tangiblemente creadoras mis ideas más obsesivamente peligrosas”. A buen entendedor…

Así pues, la creación es lo único que nos puede liberar de la introspección y de sus obras mediante un obrar que nos enajena, ya que salimos de nosotros mismos sin quererlo y nos centramos en la obra: la obsesión queda abolida por el tiempo sin contemplación. De ahí que Dalí resulte un genio accesible: “Con motivo de un pedo muy prolongado, en verdad, demasiado prolongado y, seamos sinceros, melodioso, que dejo escapar al despertarme, me acuerdo de Michel de Montaigne. Este autor nos informa de que san Agustín fue un célebre pedómano que conseguía ejecutar partituras enteras”.

La referencia a Montaigne ya no nos extraña. Los genios se encuentran y reconocen. Pero por si había alguna duda sobre la ciencia y el arte de obrar, he aquí lo que se nos advierte en nota a pie de página: “Dalí se separa pocas veces de una valiosa grabación: un pequeño microsurco donde todo el ruido se debe a un club de pedómanos norteamericanos; y relee sin cesar el librito El arte de tirarse pedos, del conde de la Trompette”.

En esta nota, ninguna palabra es superflua, mero flatus vocis. Y en el valioso apéndice del volumen no solo podemos leer fragmentos de “El arte de tirarse pedos o Manual del artillero socarrón, del conde de la Trompeta, médico del Caballo de Bronce, para el uso de personas estreñidas”, sino también el clásico de Quevedo “Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas. Escribiólas Juan Lamas, el del camisón cagado”.

Yo no sé si habrá alguno a quien toda esta demostración le pueda parecer irreverente. De ahí que acuda en auxilio de Thomas Mann, que suena bien.


Thomas Mann



He aquí un hombre respetado, serio, amante de su mujer, de sus hijos, de varios hombres y de algunas muchachas. Lo tiene todo. Así que lo presento con todo el criterio de autoridad que otorga el Nobel.

Thomas Mann además de gustar de la buena vida y recibir amplios aplausos en los Estados Unidos junto a Walt Disney, decía en sus diarios: “Puedo decir de mí mismo, con más motivos de los que Stifter podría esgrimir, que pertenezco ‘a la familia de Goethe’”. Ahí es nada. Ahí es nada con la cagada, por ejemplo, cuando comenta lo que le comentó Annette Kolb en 1920: “Se deshizo en elogios a un novelista francés llamado Proust, o algo parecido”. Y cuando Hardt en 1921, le lleva algo de lectura, registra en su diario: “L. Hardt vino para tomar té y leyó fragmentos en prosa de un escritor de Praga, Kafka. Realmente poco común, pero al mismo tiempo un poco tedioso”. ¡Qué ojo! Se diría que el tercer ojo, místico, o del culo: ese que le permitía infravalorar las obras breves de Musil porque había demasiadas mujeres protagonistas, y que le llevó a ver que Auto de fe era una obra hecha con el culo.

Pues bien, Thomas Mann, ese quebradero de cabeza para traductores, editores y lectores de diarios (a estos últimos, sobre todo si sienten un cariño especial por Thomas Mann, les recomiendo el autoturífero Relato de mi vida), ese non plus ultra de la regencia novelística, también anota: “Flatulencias y acidez por la noche”. Se ve que el creador nunca descansa.


Moga

Y si se puede obrar desde la lucidez que va más allá y más acá de la introspección, en un viaje sin mugre por los intersticios y las circunvoluciones y repliegues de la piel (y qué no es piel), el culo nos invita a salirnos por nosotros mismos: “Destilo un pedo delicado, que trenza en el aire telarañas calientes”.


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Bibliografía

DALÍ, Salvador. Diario de un genio. Barcelona: Tusquets, 2009. Traducción de Beatriz Moura.

FLAUBERT, Gustave. Viaje a Oriente. Madrid: Cátedra, 1993. Traducción de Menene Gras Balaguer.

MANN, Thomas. Diaries. 1918-1939. London: Robin Clark, 1982. Traducción al inglés de Harry Abrams.

MOGA, Eduardo. Las horas y los labios. Barcelona: DVD, 2003.

MONTAIGNE, Michel de. Diario de viaje a Italia. Madrid: Cátedra, 2010. Traducción de Santiago R. Santerbás.

KAFKA, Franz. Diarios. Barcelona: DeBolsillo, 2010. Traducción de Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual.

RABELAIS, François. Gargantúa y Pantagruel. Madrid: Edaf, 1990. Traducción de Álvaro Rocha Montero.