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Crédulo portavoz de los lectores:
Crédulo portavoz de los lectores:
Es mi deber de caballero dar
pública respuesta a su impúdica carta que, por cierto, al haberla enviado
abierta me ahorra el engorro de violar la privacidad del sobre y, además, me
impide venderla a traficantes de intimidades, algo, esto último, que
difícilmente podré perdonar, y usted, sin duda poseedor de un corazón de oro,
comprenderá en cuanto le diga, como le digo, que mi situación económica, por
razones que no vienen al caso (hay en el mundo una serie de gente perversa que
se inventa infamias con las que me chantajean; y no sólo eso: también hay gente
en este planeta de los simios que se niega a ayudar, con banquetes, viajes y
regalos de lo más sofisticados, a un pobre de solemnidad como este que ahora
escribe); y sigo y le digo que mi situación pecuniaria es paupérrima, y no es
de bien nacidos tener tanto oro como usted y andar quitándole a los demás la
posibilidad de ganarse honestamente no ya el pan, sino el caviar y los favores
de ciertos efebos de tez aceitunada.
Deseo declarar que no se me
escapa su manifiesta mala intención contra mí. Con la disculpa de enmendarle la
plana a Oscar por aquella misiva pesada, repetitiva y más propia de un contable
que de un poeta, a lo tonto y sin querer el epíteto más suave que me endosa es
el de sinvergüenza… ¿No le da vergüenza a usted ser tan torpe como para caer en
manos de mis abogados? Usted no escribe una carta, sino un libelo para
desprestigiarme. (La próxima vez, le recomiendo el chantaje, en serio).
Ha de saber, crédulo don, que
yo siempre he sido un hombre más que claro, transparente, un auténtico ser de
honestidad. Ya ve, mi virtud es mi defecto: no sé mentir ni disimular. ¿Acaso
no advirtieron a Oscar de que se alejase de mí desde el primer momento? Ah,
pero él era débil, muy débil ante la belleza. Y yo, qué quiere que le diga, soy
lo más hermoso que ha visto este miserable pedrusco desde la desaparición de
Alcibíades. Y Oscar no era Sócrates; y lo digo por la cuestión filosófica, no
por la de la bella apariencia, cuya ausencia sin duda los parangonaba.
¿Qué quiere que le haga? A mí
me gusta vivir, y, para mí, vivir sólo tiene un significado: vivir bien. ¿Qué
otro escritor dijo aquello de que “Egoísta es todo el que no piensa en mí”? Oscar
me tachaba de inculto. Ya ve que no lo soy: la frasecita, la habrá reconocido,
es de Gide, ese francesito que también cayó rendido a mis encantos. Pues bien,
los años de cárcel de Wilde son un cuento de risa comparados con toda mi vida.
¿Entiende? TODA MI VIDA. Porque he estado rodeado, desde siempre y para
siempre, de impotentes e inválidos egoístas. Yo soy hermoso, yo quiero vivir
bien, yo lo digo, jamás lo niego, y actúo con la coherencia de un hegeliano. Y
mientras Wilde habla de la belleza, yo soy la belleza. ¿Y qué es la belleza? El
campo gravitatorio del hombre. No un agujero negro, no; se lo digo porque
imagino qué está pensando.
Pero usted eso sí lo ha
expresado de forma dórica: yo le di la vida, el placer y la ilusión a Oscar. ¿Y
acaso en esta vida no tiene todo un precio? ¿Y acaso se puede querer tener un
pequeño y diabólico amorcillo con impunidad? Oscar era tan moral que terminó
echándome las cuentas de cuánto se había gastado en mí, de cuánto tiempo me
había dedicado, de cuántos momentos yo lo había descuidado a él. ¡Miserable
actitud, típica de todo moralista! ¿Y para qué? Pues para hacerme sufrir. Los
débiles son vengativos, créame, y Oscar era débil y se vengó con sus propias
monedas. Bonito amor susceptible de ser puesto en una balanza, ¿eh? ¡Qué
judiada propia del shakespeariano Yorick!
Así que no repita eso de que
yo arruiné en cuerpo y alma y monedero a Wilde. ¿Sabe quién soy yo? Se lo diré.
Yo soy el mismísimo Oscar, lo más íntimo de Oscar, la materialización de sus
deseos. Y, mala suerte, él parecía desconocer el dicho vikingo: “A tu enemigo
deséale la realización de sus deseos”. Yo era su espejo, y todo espejo es un
Narciso que se contempla a sí mismo. Y si contemplas durante mucho tiempo a Narciso,
quedas atrapado en tu propio reflejo. Oscar fue un Dorian Gray de pacotilla, un
culto que para hablar de Cristo plagiaba las tonterías de Renan, un transgresor
con la educación de una catequista. Yo se lo di todo. Dígame, ¿cuánto cuesta
todo?
Me despido sin más. Estoy
cansado: me están haciendo la manicura y se me está durmiendo el brazo mientras
dicto estas palabras a mi joven secretario argelino.
Tendrá noticias – de mi
abogado.
Su despistado detractor,
Bosie
P.D. 1: Si no le importa, le
envío la presente a cobro revertido.
P. D. 2: Dejen de leer a
Wilde. Mis obras son, con toda modestia, infinitamente mejores.
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