He conocido el odio más puro, el
ODIO con mayúsculas, la crueldad más obscena. El odio que se transmite aún
desde otra vida. El que inocula quien no puede ocultarlo, la ira del que re-siente, de quien es preferible no rozar, porque halla ofensa en la caricia.
El odio que se aferra a las
entrañas de quien arrulla el dolor, de quien posee una memoria infernal, de
aquel que parece disfrutar con la angustia ajena como si, compartida, la propia
fuera más leve.
Odia quien no es capaz de pasar
página sin ajustar cuentas con la anterior, que tenía una errata de fábrica.
Odio pueril y mezquino del niño que no obtiene su capricho, porque nada le
satisface, y precisa encontrar culpables para su desazón.
Ese odio visceral que el viento
no arrastra, no lava el agua, el que no hay distancia que ataje ni siglos que
alivien. El que impregna el alma, y ni la dicha diluye. Ese odio que alimenta.
El que sólo la venganza sacia,
una venganza infinita, eterna. Lamentarás haber nacido, es su lema, como si
pudiera ser de otro modo.
Odio destructivo que se alimenta
de rencor y se extiende como una mancha de crudo en el mar, aniquilando toda
vida que halla a su paso.
El odio que nace de la soberbia
incólume, ajena a la plebe que sale de casa cada día sin otro fin que joder al
prójimo. Se diría de un ángel etéreo que sobrevuela el mundo sin desplegar sus
alas, sin rozarlo.
He palpado ese odio. No era un espíritu celestial
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