sábado, 25 de mayo de 2013

Odio

He conocido el odio más puro, el ODIO con mayúsculas, la crueldad más obscena. El odio que se transmite aún desde otra vida. El que inocula quien no puede ocultarlo, la ira del que re-siente, de quien es preferible no rozar, porque halla ofensa en la caricia.

El odio que se aferra a las entrañas de quien arrulla el dolor, de quien posee una memoria infernal, de aquel que parece disfrutar con la angustia ajena como si, compartida, la propia fuera más leve.

Odia quien no es capaz de pasar página sin ajustar cuentas con la anterior, que tenía una errata de fábrica. Odio pueril y mezquino del niño que no obtiene su capricho, porque nada le satisface, y precisa encontrar culpables para su desazón.

Ese odio visceral que el viento no arrastra, no lava el agua, el que no hay distancia que ataje ni siglos que alivien. El que impregna el alma, y ni la dicha diluye. Ese odio que alimenta.

El que sólo la venganza sacia, una venganza infinita, eterna. Lamentarás haber nacido, es su lema, como si pudiera ser de otro modo.

Odio destructivo que se alimenta de rencor y se extiende como una mancha de crudo en el mar, aniquilando toda vida que halla a su paso.

El odio que nace de la soberbia incólume, ajena a la plebe que sale de casa cada día sin otro fin que joder al prójimo. Se diría de un ángel etéreo que sobrevuela el mundo sin desplegar sus alas, sin rozarlo.


He palpado ese odio. No era un espíritu celestial





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