Si
hay un culo trágico, en el sentido aristotélico, contumazmente arcano y al
mismo tiempo arcón de boca mal cerrada para lo humano, ese es el del
presidiario. Caprichoso y oscuro destino el suyo, alejado del culo del prófugo
como un sapo de una bailarina. ¿Acaso este tiene algo que ver con el de quien
lo patea en libre huida de los amos de rebenques y aparatos inquisitoriales?
Podemos imaginar con gallardía el fértil y espontáneo culo de un Villon. ¡Qué
espectáculo de febril gacela el de sus nalgas a la carrera en pos del siguiente
verso! De taberna en taberna, su culo nos parece bravo y alquímico, capaz de
destilar la mugre del mundo en espiritosas espiritualidades, ajeno a los dioses
y sus olímpicos pedos. ¡Un fuerte aplauso!
Pero,
¿qué belleza buscar en el culo de un Villon entre rejas? ¿Qué placer sacar de
un culo encerrado? Como meter una caja en una jaula: la caja, hecha para
encerrar, es ahora presa del continente oscuro. Por miedo, ya no se abre. Y
nosotros, aburridos de su constricción atrofiada, preferimos mirar hacia otra
parte. Es un culo deslucido y derrotado.
De
ahí su álgida humanidad: el culo perdedor ha caído en el cubículo de dioses más
fuertes que los de la libertad. Y, así, el culo de Prometeo nos parecía de gran
profundidad humanitaria mientras robaba el fuego; pero, una vez encadenado, ya
es el hígado el que ocupa su lugar, como si de la fértil y espumosa diarrea del
héroe hubiese pasado a la venenosa cirrosis del gris fracasado. De otros
míticos culos podríamos decir lo mismo: titanes descarnados, Sísifos
compadecidos con la debilidad del hombre, terminan su eternidad en nuestro
olvido, en el cansancio que a nuestros ojos les causa sostener la mirada del
ojo de sus culos inmortalizados en escleróticas restricciones e iteraciones.
Esos culos padecen un estreñimiento desentusiasmador.
Algo
de esto le sucede al presidiario. Y, sin embargo, en su culo hay más, pues no
ha conocido el promiscuo abono de la mezcla de lo humano y lo divino. No. El
culo del presidiario provoca en nosotros conmiseración y estupefacción. ¿Qué de
cosas no podría contar si hablase? En sus noches le caben los ensueños y
pesadillas de los de su especie: y su culo está preñado de limas y barrenos, de
martillos y palancas, de ganzúas y cigarrillos. Y también de más: es un butrón
su culo en el que siempre podrá encontrarse clavado un cuchillo, como si fuese
una artúrica espada empalando la fosilizada caca de la libertad. Su culo da
pena y miedo: es el culo de todos nosotros.
Destino de mierda, sin duda, pues tampoco nos apetece que ese culo, que
saldrá mal sellado como un libro en el que se ha ido anotando la más sucia
prosa del ser humano; ese culo, que ya se asemeja a la fachada trasera del
antitemplo de Apolo en Delfos y que porta en las grietas de su fortaleza
derribada estas runas: “He conocido demasiado” y “Todo ha sido un exceso
insuficiente”; ese culo, que ha abandonado la Naturaleza y se ha
transformado en una especie de mariconera para guardar el odio concentrado como
pastilla de jabón Lagarto; ese culo, decimos, no queremos que vuelva a nuestros
baños privados ni a los urinarios públicos, porque sabemos que mientras estaba
en prisión no nos era ajeno, y la compasión hacía de nalga derecha y el terror
de nalga izquierda: miedo del culo. Pero, ¿y fuera de la cárcel?
No
hay versos. Sólo hay tabernas. No hay tragedia. Sólo hay terror. Ya no hay
palabras en ese culo sabio y reventado por la ausencia de dioses que obren con
la repetición del castigo un placer. El culo del presidiario nunca más podrá
cerrarse del todo, y por eso ha echado dientes, y, cuando se ríe, recrea una
mueca macabra idéntica a un cínico signo de interrogación. Y las buenas
personas no dejamos de pensar qué buen invento sería una guillotina de culos y
qué miserables podemos llegar a ser, como si ser y miserable fuesen sinónimos.
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