La anécdota es al narrar lo que el forúnculo
al culo, una extrañeza improcedente en la redundancia, una creación inexistente
donde se abre el área del sí mismo. Pero, bueno, ¿no nos hace más humanos un
forúnculo que un logaritmo neperiano o la Fenomenología del
Espíritu? Prueba a bajar a la frutería del barrio y habla del papel del
infinito en las matemáticas o en la filosofía: esos seres humanos, humanísimos,
esas naturalezas cálidas y tiernas no te lo agradecerán tanto como si te
desmarcas del silencio con la anécdota de un forúnculo avieso que ayer te ha
jugado la mala pasada de despertar en tu culo. En este último caso, las buenas
gentes lo acogerán con la compasión y el cariño, con las opiniones y la
experiencia de lo que está entrañablemente arraigado en lo más profundo de sus
vidas, pues se preocupan de que la paz y la salud reinen en todo culo de
vecino.
Así que toca anécdota, porque lo humano nos
conmueve como el balanceo de la cuna al blando culo del futuro hombre. Y no
puedo evitar narrar, además, la anécdota de uno de los culos más sencillos e
ignotos por parte de los usuarios de fruterías de barrio. ¡Devolvámosles su
humanidad centuplicada de culos! ¡Enriquezcamos con culos sin forúnculos ni
infinitos su anecdotario cotidiano!
[Empieza la historia de un Sísifo que también va de culo]
Érase una vez un poeta de pueblo y para el
pueblo, un poeta popular sin demagogias, un vate de cuyo culo, común y
corriente y a un váter pegado, salían los más cagarruteros versos dedicados a
las boñigas de los campos y las primeras heces de la parturienta. Un poeta
claro y distinto en una provinciana ciudad de provincias que trabajaba y oraba
amparado por las musas y una paga vitalicia por incapacidad laboral permanente
que le había gestionado su cuñado, sindicalista liberado de todo prejuicio y
moralidad.
Tuvo la mala fortuna este poeta de nacer de
culo y de ir de culo por la vida, pues no eran reconocidas sus obras por los
subsidios consistoriales. He de decirlo: había en el Ayuntamiento un edil
ayuntado a la zafiedad, tan humana, de no poner el erario público al servicio
de tan preclaros y limpios culos como el de nuestro poeta, que languidecía sin
erario ni público en un discurso enmudecido por la salvaje indiferencia del concejal
tránsfuga y por eso eternal.
Pero he aquí que el poeta se muere y un
crítico de la capital, en el proceso de documentación para una Historia
verdadera y postmoderna de la mierda y sus circunstancias y concepto en la
poesía de márgenes y aldeas, se fijó en el profundo culo que se manifestaba con
vitalidad cerril en cada uno de los versos del poeta preñados de mierda.
Escribió una monografía titulada El ser-posible-ser-sentido-posible
postmoderno. Por el culo más allá del nihilismo: del ser o la mierda; y caló
tanto entre especialistas y escaparatistas, que el alcalde no tuvo más remedio
que encargar el levantamiento de una estatua del hijo predilecto y poético en la Plaza Mayor. (¡Oh Plaza Mayor
de los pueblos, ágora y culo de cada orgánulo geográfico de la cartografía
social, Tarpeya de la humanidad ante la humanidad y centro neurálgico de
barberías, cafeterías y farmacias, casas del hombre y de su pequeña grandeza de
Plaza Mayor, oh!).
En las fruterías no se hablaba de otra cosa.
¿No había sido el poeta un hombre del pueblo, es decir, una persona humana, un
desleído anónimo ciudadano que solía entrar en la tienda casi con vergüenza y
que con su tímido silencio no dejaba de entonar el abierto poema vacío en el
que podían tener cabida las zapatillas de casa, las batas raídas y las
anécdotas forunculares? Sin conocer ni una letra de sus libros (autoeditados
con el culo), nadie dudaba de que aquel hombre había hecho de la simple
humanidad una oda prosopopéyica de andar por las verdulerías, las barberías, las
cafeterías y las farmacias, así que se merecía aquel monumento.
Llegó el día de la inauguración. El alcalde
intentaba descorrer la cortinilla que velaba al poeta.
[¡Ni es la de nuestro poeta ni se parece esta estatua a la suya, ay,
qué pena!]
El sencillo mecanismo se trababa. El pueblo
murmuró. El concejal, impaciente y prosaico, le dio un tirón al trapo. Y por
fin se descubrió la estatua, que estaba de culo; y estaba además el poeta en
inestable equilibrio, de puntillas sobre un pie, como un danzante de Matisse o
como si no quisiese pisar una mierda de perro descubierta en el último momento;
y la tela se enganchó entre sus dedos mágicos, y por un instante la gente rió
porque daba la sensación de que el poeta estaba a punto de limpiarse el culo con
aquella gasa; pero esto duró poco, pues la estatua comenzó a inclinarse y al
final cayó de espaldas y con el culo le abrió la crisma al recalcitrante edil
que nunca había hecho caso al poeta laureado y que tan mal te caía, lector.
¡Poética justicia!