Con un estilo sorprendente, lleno de agilidad y riqueza léxica, Vargas Llosa nos deslumbra con la historia de Pantaleón Pantoja, el leal y honrado capitán del ejército peruano a quien sus superiores encomiendan una extraña misión: la de proporcionar prostitutas a los soldados de los múltiples puestos militares diseminados por el Amazonas, para poner fin a la oleada de violaciones que se suceden por la escasez de mujeres. Pantaleón cuenta con recursos y medios proporcionados por el ejército, pero no deberá vestir su uniforme militar, pues su labor ha de ser clandestina...
La tarea no es muy del agrado de Pantaleón, quien sin embargo se entrega a
ella en cuerpo y alma y, haciendo gala de gran eficiencia, consigue que el
servicio de visitadoras sea todo un éxito: recluta y ‘cata’ mujeres (por puro celo profesional), elabora minuciosos informes de previsiones y resultados,
supervisa el trabajo de las prostitutas, vela por su seguridad y salud, en
definitiva, no deja un cabo suelto. Y todo ello con la mayor seriedad y el
máximo respeto hacia sus ‘colaboradoras’. Así, en sus detallados informes a la
superioridad, da cuenta, en grandilocuente tono oficial, de los resultados de sus
meticulosas indagaciones acerca de las necesidades sexuales de la soldadesca.
Provoca hilaridad la solemnidad de su estilo en contraste con lo burdo del
asunto que le ocupa. Así, denomina “usuarios” a los soldados que solicitan
sexo, “prestación” al acto sexual, “ambición” al deseo requerido, “convoyes” a
los grupos de prostitutas que parten a trabajar en los cuarteles.
Pero su gran entrega no sólo
le depara éxitos: algunos de sus superiores no están de acuerdo con la
existencia del servicio de visitadoras, al que consideran una vergüenza para el
ejército. Tampoco los vecinos de la zona lo consideran algo edificante. Ni el
sacerdote militar, el padre Beltrán, que llega a abandonar el ejército por este
motivo. Incluso los medios de comunicación le atacan: el popular locutor de
radio Sinchi lanza diatribas en su contra, inflamando aún más a la población de
Iquitos (hasta que obtiene, eso sí, un buen precio por su silencio). Pero a
todos ellos, incluido el sacerdote, los vemos disfrutar de los servicios de las
prostitutas en las últimas páginas del libro.
Inmune a críticas y odios, Pantaleón prosigue con su labor
(hasta cuenta con un himno y colores distintivos) y la demanda aumenta de tal
manera que desborda toda previsión. También los suboficiales y oficiales
reclaman ser atendidos por las visitadoras, y la población civil considera que
deberían contar con el mismo derecho. Esto provoca algunos conflictos e
intentos de ataque a los convoyes de mujeres. Pero la constante supervisión de
Pantaleón va resolviendo todos los problemas y el servicio se va ampliando
continuamente.
Una de las nuevas visitadoras, la tentadora Brasileña, consigue
atraer a Pantaleón, el incorruptible y siempre fiel Pantaleón, que se ve
irremisiblemente cegado por sus encantos. Esto hace que su mujer, Pochita, lo
abandone y se lleve a la hija que acaban de tener. Y esta es la única mancha en
el impecable historial de Pantaleón, su única vergüenza: la atracción que
siente por la Brasileña le hace restringir al mínimo las ‘prestaciones’ de
aquélla a los soldados, privilegio que reconoce vergonzoso porque sabe, además,
que es la preferida por todos.
Al tiempo
que florece el servicio de visitadoras, en la zona del Amazonas prolifera la fe
ciega hacia el hermano Francisco y su Hermandad del Arca, un creciente ejército
de fanáticos devotos de la cruz, que llegan a crucificar alguna pobre
víctima que luego les sirve de mártir para su causa. Casi todas las
prostitutas, muchos soldados y hasta la señora Leonor, madre de Panta, se suman
a la secta, que se extiende entre la población como una mancha de aceite.
La historia avanza mediante una amplia variedad de recursos que
Vargas Llosa nos ofrece con maestría: artículos de periódico, cartas, informes,
locuciones radiofónicas, un sinfín de materiales que aportan gran agilidad y
variedad estilística a la obra. Es interesante el singular empleo de los
diálogos: el autor alterna y mezcla diálogos que transcurren en lugares distintos
e incluso en momentos diferentes, saltando de uno a otro sin que en ningún
momento perdamos el hilo. Hace avanzar la trama con soltura mediante
comentarios que, en apariencia, acompañarían a los diálogos, pero que en
realidad nos transportan a otro lugar u otro momento de la historia. Salta en
el tiempo y en el espacio. Así, hacia el final de la obra, nos desvela con
habilidad el futuro de cada visitadora intercalándolo entre los diálogos del
protagonista, y desarrolla tres hilos narrativos simultáneamente: la despedida
de Pantaleón de Iquitos, el fin del hermano Francisco y el futuro de cada
visitadora, todo ello aquí y allá a modo de salpicaduras inesperadas entre los
diálogos de Pantaleón con su madre, sus colaboradores o sus superiores.
El desenlace de la historia es desolador: un grupo de hombres
ataca uno de los convoyes de mujeres y la Brasileña muere al recibir un tiro en
la refriega. Pantaleón organiza un ceremonioso funeral en su honor y lee una
sentida elegía enfundado en su uniforme. Aquellos honores oficiales, que han
puesto en evidencia al ejército, desatan
las iras de sus superiores, que inmediatamente desmantelan el servicio de
visitadoras e invitan a Pantaleón a
abandonar el ejército. Ante su negativa, lo envían a un remoto destino (donde
su mujer, Pochita, vuelve a reunirse con él).
Su final coincide con el del lunático hermano Francisco, quien,
a punto de ser prendido por la justicia, se hace crucificar por sus seguidores.
Algo de lunático, quizás, tiene también Pantaleón por su ‘extrema’
forma de actuar: su impecable trabajo, su seriedad absoluta, su total carencia
de dobleces, su increíble honestidad (es incorruptible), su incapacidad para
desplegar la doble moral de sus superiores y convecinos, que le reprochan su
labor al tiempo que desean beneficiarse de ella a toda costa.
Pantaleón se sale de lo común, como observa uno de los
oficiales que, tras haberle encomendado aquella tarea, al final le da la
espalda: “Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de
la gran flauta” (p.305). Un “bicho raro”, concluye. El único capaz de sacar
adelante con tal dignidad una tarea tan innoble.