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Introducción al opúsculo
Que los genios hacen
introspección, ya lo sabemos. Que el resto de los mortales no hacemos
introspección ha de conducirnos a preguntarnos con qué órgano hacen
introspección los genios, pues ellos han de tener algo de lo que los demás
carecemos. Pero esta pregunta, como todas, es una estupidez.
Los genios hacen introspección
a través de un canal que les lleva a lo más profundo de sí mismos; un canal con
su entrada oscura y su pasadizo oscuro que lleva a un lugar muy oscuro. Se
diría que la introspección es para expertos en alcantarillas y cloacas. Ser un
genio es iluminar el propio chiquero.
Ahora bien, ¿cómo vamos a
pensar que somos más luminosos y superficiales que un genio? Por lo tanto,
también nosotros poseemos ese órgano que permite la introspección. Y no se
trata del espejo, no. Hablo de aquello que nos define y da cuenta de nosotros,
porque si se cuentan esos órganos sale la cuenta de los y de lo que somos.
Porque, a ver si pueden decirme lo contrario, del ser humano se podrá decir
cualquier cosa, pero todo ser humano tiene un culo, y si se cuentan los culos,
se da cuenta del ser humano. Por lo tanto, no cabe duda de que el genial órgano
de introspección es el culo. Ahora bien, ese hueco, esa alma nuestra que obra y
no para de obrar, la mayoría la tenemos encasquillada en nuestra indiferencia,
incluso en nuestro asco (digo algunos). Por eso resulta imprescindible ahondar
en este tema, y la razón nos la recuerda Rabelais: “Pues, como dice el proverbio, en el culo del
disentérico siempre
se encuentra mierda”.
Kafka
Las relaciones entre
introspección y culo las podemos encontrar, por ejemplo, en Kafka. En una
entrada de su diario (17 de enero de 1911) escribe: “tendría que pasarme un año
buscando antes de encontrar en mí un verdadero sentimiento”. Pero no tarda un
año, no, sino un par de renglones: “atormentado por las incesantes
flatulencias”. He ahí un sentimiento verdadero. Y es que Kafka está comenzando
un inagotable proceso introspectivo “como un cerdo que se revuelve en el
estiércol”, ya que “si quieres penetrar en ti mismo, no podrás evitar tanta
suciedad que te desborde. Pero no te revuelques en ella”. Hombre, eso es
difícil, pues al realizar un comentario sobre un personaje de ficción, nos
confirma que es “sucio y puro, peculiaridad de quienes piensan con intensidad”.
He ahí la dualidad onda-partícula propia de la introspección: la luz de la
conciencia solo ilumina heces. ¿Cómo curarse de esta insidiosa, paralizante y
voraz introspección? Por supuesto, viajando. ¿Pero qué sucede cuando uno viaja?
Que puede darse cuenta de que el mundo no es un pañuelo, sino más bien una hoja
de papel higiénico. De ahí que en medio del camino haya que apuntar, como
Kafka, “Fuerte diarrea”, y que se descubra que la genialidad acecha en los
rincones más oscuros: “Cerca de mí hay un señor mayor desnudo en la hierba, con
un paraguas abierto por encima de la cabeza y con el trasero apuntando hacia
mí, y se tira pedos ruidosos en dirección a mi cabaña […] Se tira tales pedos
que no entiendo ni una palabra de lo que dice”. Lo que nos arroja a la cara la
certeza de que la introspección es inefable, cual sonido de todo órgano.
Montaigne
Mucho han escrito los
especialistas acerca de la influencia de las lavativas en la obra de Nietzsche,
pero no vamos a hablar ahora del bigotudo filósofo. La cosa es que para curar
el mal de introspección solo se conocen dos remedios: las lavativas y los
viajes. Ya hemos visto que Kafka trató de liberarse de su vicio con varios
viajes. Y si hablamos de viajes y lavativas, de esa bonanza del agua bien encauzada,
no podemos omitir al hidrólogo Montaigne y, en concreto, el diario que escribió
durante su viaje a Italia.
Montaigne, como buen
hipocondríaco, presumía de buena salud y se pasaba todo el tiempo cuidándose.
De ahí que diga: “Yo no he tenido mayores enemigos de mi salud que el
aburrimiento y la ociosidad”. Es decir, de ahí que mienta, como veremos a
continuación.
Porque Montaigne sabía que
también padecía, incluso de viaje, el hechizo de la introspección: “Infinitas
flatulencias”, escribe en italiano. De ahí que busque remedio en las lavativas,
incluso, de nuevo, de viaje: “El lunes 8 de mayo, por la mañana, tomé con gran
dificultad la purga que me suministró mi hospedero, no con la eficiencia del
boticario de Roma, y la tomé con mis manos. Comí dos horas más tarde y no pude
terminar mi comida; su intervención me hizo devolver lo que había tomado, e
incluso me hizo vomitar después. Fui tres o cuatro veces al retrete con gran
dolor de vientre, a causa de la ventosidad, que me atormentó casi veinticuatro
horas”.
Pero ese no es el único mal
que aquejaba a Montaigne: los cálculos lo torturaban. Pero su sabiduría le
hacía llegar a la siguiente conclusión: “Es una costumbre tonta calcular lo que
se mea”. Sin duda ninguna, lo que aquí nos quiere decir es que a través del
órgano de la micción no puede salir (ni entrar) introspección alguna, luego
todo cálculo es superfluo. De ahí que en su viaje acuático (oh agua, patria
intelectual de Tales y poética de Píndaro) diga lo siguiente: “Estaba siempre
molesto por las flatulencias en el bajo vientre, sin dolor, y por eso expulsaba
en la orina mucha espuma y burbujas, que tardaban mucho tiempo en deshacerse.
Algunas veces, también pelos negros, pocos; recuerdo que, otras veces,
expulsaba bastantes”.
Como el número de ejemplos en
este diario acerca de lo saludable del agua, se tome por donde se tome, y de
los males que pueden acaecerle al cipote o verga, roza una cantidad ad náuseam,
no es cuestión de dilatarse, y sí se impone un final feliz: “Por la mañana,
habiendo soltado infinitas ventosidades, me sentí muy aligerado. Estaba
bastante rendido, pero sin dolor”.
Flaubert
Y es que esto de viajar, si se
tiene la mente clara y las posaderas lúcidas, conduce a reflexiones explícitas
que hacen de la introspección un cúmulo de vivencias casi inenarrables y, en
boca de Flaubert, auténticamente inerrantes.
Así, cuando tras nueve días de
aporrear las nalgas contra el caballo por fin llega a Jerusalén, nos asalta su
lucidez: “Nos falta poco para alcanzar los muros. - ¡Por fin! nos decimos para
nuestros adentros […] Entramos por la puerta de Jaifa y me tiro un pedo al
traspasar el umbral, muy involuntariamente; hasta a mí me ha molestado ese
volterianismo de mi ano”.
Pero no era para menos, y la
primera intuición, fruto sin duda de una introspección llevada a su máximo de
expresión, aprehendió intuitivamente lo que allí aguardaba: “Jerusalén es un
osario rodeado de muros; la primera cosa curiosa que hemos encontrado allí es
la carnicería. En una especie de plaza cuadrada, cubierta de montículos de
inmundicias, un gran agujero; en el agujero, sangre coagulada, tripas, mierdas,
mondongos ennegrecidos y oscuros, casi calcinados al sol, todo alrededor. Olía
muy mal, era hermoso como exhibición de suciedad”.
La introspección, aunque de
viaje, y por muy veloz que penetre en las cosas, siempre parece llevar a lo
mismo.
Dalí
Si los viajes no curan de la
introspección, y si el agua, aunque sabiamente encauzada, no tiene más que
transitorios efectos paliativos, hemos de reconocer que quien viaje y se irriga
no consigue nada si continúa optando por métodos contemplativos. Y el único
método activo que se conoce es la creación. Dalí, genio creador del Continuum de cuatro nalgas, sabía lo
suyo de esto.
Porque ¿qué es el método
crítico-paranoico? “En términos generales, se trata de la sistematización más
rigurosa de los fenómenos y materiales más delirantes, con la intención de
hacer tangiblemente creadoras mis ideas más obsesivamente peligrosas”. A buen
entendedor…
Así pues, la creación es lo
único que nos puede liberar de la introspección y de sus obras mediante un
obrar que nos enajena, ya que salimos de nosotros mismos sin quererlo y nos
centramos en la obra: la obsesión queda abolida por el tiempo sin
contemplación. De ahí que Dalí resulte un genio accesible: “Con motivo de un
pedo muy prolongado, en verdad, demasiado prolongado y, seamos sinceros,
melodioso, que dejo escapar al despertarme, me acuerdo de Michel de Montaigne.
Este autor nos informa de que san Agustín fue un célebre pedómano que conseguía
ejecutar partituras enteras”.
La referencia a Montaigne ya
no nos extraña. Los genios se encuentran y reconocen. Pero por si había alguna
duda sobre la ciencia y el arte de obrar, he aquí lo que se nos advierte en
nota a pie de página: “Dalí se separa pocas veces de una valiosa grabación: un
pequeño microsurco donde todo el ruido se debe a un club de pedómanos
norteamericanos; y relee sin cesar el librito El arte de tirarse pedos, del conde de la Trompette”.
En esta nota, ninguna palabra
es superflua, mero flatus vocis. Y en
el valioso apéndice del volumen no solo podemos leer fragmentos de “El arte de tirarse pedos o Manual del
artillero socarrón, del conde de la Trompeta, médico del Caballo de Bronce,
para el uso de personas estreñidas”, sino también el clásico de Quevedo “Gracias y desgracias del ojo del culo,
dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas.
Escribiólas Juan Lamas, el del camisón cagado”.
Yo no sé si habrá alguno a
quien toda esta demostración le pueda parecer irreverente. De ahí que acuda en
auxilio de Thomas Mann, que suena bien.
Thomas Mann
He aquí un hombre respetado,
serio, amante de su mujer, de sus hijos, de varios hombres y de algunas
muchachas. Lo tiene todo. Así que lo presento con todo el criterio de autoridad
que otorga el Nobel.
Thomas Mann además de gustar
de la buena vida y recibir amplios aplausos en los Estados Unidos junto a Walt
Disney, decía en sus diarios: “Puedo decir de mí mismo, con más motivos de los
que Stifter podría esgrimir, que pertenezco ‘a la familia de Goethe’”. Ahí es
nada. Ahí es nada con la cagada, por ejemplo, cuando comenta lo que le comentó
Annette Kolb en 1920: “Se deshizo en elogios a un novelista francés llamado
Proust, o algo parecido”. Y cuando Hardt en 1921, le lleva algo de lectura,
registra en su diario: “L. Hardt vino para tomar té y leyó fragmentos en prosa
de un escritor de Praga, Kafka. Realmente poco común, pero al mismo tiempo un
poco tedioso”. ¡Qué ojo! Se diría que el tercer ojo, místico, o del culo: ese
que le permitía infravalorar las obras breves de Musil porque había demasiadas
mujeres protagonistas, y que le llevó a ver que Auto de fe era una obra hecha con el culo.
Pues bien, Thomas Mann, ese
quebradero de cabeza para traductores, editores y lectores de diarios (a estos
últimos, sobre todo si sienten un cariño especial por Thomas Mann, les
recomiendo el autoturífero Relato de mi
vida), ese non plus ultra de la regencia novelística, también anota:
“Flatulencias y acidez por la noche”. Se ve que el creador nunca descansa.
Moga
Y si se puede obrar desde la
lucidez que va más allá y más acá de la introspección, en un viaje sin mugre
por los intersticios y las circunvoluciones y repliegues de la piel (y qué no
es piel), el culo nos invita a salirnos por nosotros mismos: “Destilo un pedo
delicado, que trenza en el aire telarañas calientes”.
____
Bibliografía
DALÍ,
Salvador. Diario de un genio.
Barcelona: Tusquets, 2009. Traducción de Beatriz Moura.
FLAUBERT,
Gustave. Viaje a Oriente. Madrid:
Cátedra, 1993. Traducción de Menene Gras Balaguer.
MANN,
Thomas. Diaries. 1918-1939. London:
Robin Clark, 1982. Traducción al inglés de Harry Abrams.
MOGA,
Eduardo. Las horas y los labios.
Barcelona: DVD, 2003.
MONTAIGNE,
Michel de. Diario de viaje a Italia.
Madrid: Cátedra, 2010. Traducción de Santiago R. Santerbás.
KAFKA,
Franz. Diarios. Barcelona:
DeBolsillo, 2010. Traducción de Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual.
RABELAIS,
François. Gargantúa y Pantagruel.
Madrid: Edaf, 1990. Traducción de Álvaro Rocha Montero.
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