sábado, 4 de febrero de 2012

Opúsculo sobre el culo: órgano de la introspección






Introducción al opúsculo

Que los genios hacen introspección, ya lo sabemos. Que el resto de los mortales no hacemos introspección ha de conducirnos a preguntarnos con qué órgano hacen introspección los genios, pues ellos han de tener algo de lo que los demás carecemos. Pero esta pregunta, como todas, es una estupidez.

Los genios hacen introspección a través de un canal que les lleva a lo más profundo de sí mismos; un canal con su entrada oscura y su pasadizo oscuro que lleva a un lugar muy oscuro. Se diría que la introspección es para expertos en alcantarillas y cloacas. Ser un genio es iluminar el propio chiquero.

Ahora bien, ¿cómo vamos a pensar que somos más luminosos y superficiales que un genio? Por lo tanto, también nosotros poseemos ese órgano que permite la introspección. Y no se trata del espejo, no. Hablo de aquello que nos define y da cuenta de nosotros, porque si se cuentan esos órganos sale la cuenta de los y de lo que somos. Porque, a ver si pueden decirme lo contrario, del ser humano se podrá decir cualquier cosa, pero todo ser humano tiene un culo, y si se cuentan los culos, se da cuenta del ser humano. Por lo tanto, no cabe duda de que el genial órgano de introspección es el culo. Ahora bien, ese hueco, esa alma nuestra que obra y no para de obrar, la mayoría la tenemos encasquillada en nuestra indiferencia, incluso en nuestro asco (digo algunos). Por eso resulta imprescindible ahondar en este tema, y la razón nos la recuerda Rabelais: “Pues, como dice el proverbio, en el culo del disentérico siempre se encuentra mierda”.



Kafka

Las relaciones entre introspección y culo las podemos encontrar, por ejemplo, en Kafka. En una entrada de su diario (17 de enero de 1911) escribe: “tendría que pasarme un año buscando antes de encontrar en mí un verdadero sentimiento”. Pero no tarda un año, no, sino un par de renglones: “atormentado por las incesantes flatulencias”. He ahí un sentimiento verdadero. Y es que Kafka está comenzando un inagotable proceso introspectivo “como un cerdo que se revuelve en el estiércol”, ya que “si quieres penetrar en ti mismo, no podrás evitar tanta suciedad que te desborde. Pero no te revuelques en ella”. Hombre, eso es difícil, pues al realizar un comentario sobre un personaje de ficción, nos confirma que es “sucio y puro, peculiaridad de quienes piensan con intensidad”. He ahí la dualidad onda-partícula propia de la introspección: la luz de la conciencia solo ilumina heces. ¿Cómo curarse de esta insidiosa, paralizante y voraz introspección? Por supuesto, viajando. ¿Pero qué sucede cuando uno viaja? Que puede darse cuenta de que el mundo no es un pañuelo, sino más bien una hoja de papel higiénico. De ahí que en medio del camino haya que apuntar, como Kafka, “Fuerte diarrea”, y que se descubra que la genialidad acecha en los rincones más oscuros: “Cerca de mí hay un señor mayor desnudo en la hierba, con un paraguas abierto por encima de la cabeza y con el trasero apuntando hacia mí, y se tira pedos ruidosos en dirección a mi cabaña […] Se tira tales pedos que no entiendo ni una palabra de lo que dice”. Lo que nos arroja a la cara la certeza de que la introspección es inefable, cual sonido de todo órgano.


Montaigne



Mucho han escrito los especialistas acerca de la influencia de las lavativas en la obra de Nietzsche, pero no vamos a hablar ahora del bigotudo filósofo. La cosa es que para curar el mal de introspección solo se conocen dos remedios: las lavativas y los viajes. Ya hemos visto que Kafka trató de liberarse de su vicio con varios viajes. Y si hablamos de viajes y lavativas, de esa bonanza del agua bien encauzada, no podemos omitir al hidrólogo Montaigne y, en concreto, el diario que escribió durante su viaje a Italia.

Montaigne, como buen hipocondríaco, presumía de buena salud y se pasaba todo el tiempo cuidándose. De ahí que diga: “Yo no he tenido mayores enemigos de mi salud que el aburrimiento y la ociosidad”. Es decir, de ahí que mienta, como veremos a continuación.

Porque Montaigne sabía que también padecía, incluso de viaje, el hechizo de la introspección: “Infinitas flatulencias”, escribe en italiano. De ahí que busque remedio en las lavativas, incluso, de nuevo, de viaje: “El lunes 8 de mayo, por la mañana, tomé con gran dificultad la purga que me suministró mi hospedero, no con la eficiencia del boticario de Roma, y la tomé con mis manos. Comí dos horas más tarde y no pude terminar mi comida; su intervención me hizo devolver lo que había tomado, e incluso me hizo vomitar después. Fui tres o cuatro veces al retrete con gran dolor de vientre, a causa de la ventosidad, que me atormentó casi veinticuatro horas”.

Pero ese no es el único mal que aquejaba a Montaigne: los cálculos lo torturaban. Pero su sabiduría le hacía llegar a la siguiente conclusión: “Es una costumbre tonta calcular lo que se mea”. Sin duda ninguna, lo que aquí nos quiere decir es que a través del órgano de la micción no puede salir (ni entrar) introspección alguna, luego todo cálculo es superfluo. De ahí que en su viaje acuático (oh agua, patria intelectual de Tales y poética de Píndaro) diga lo siguiente: “Estaba siempre molesto por las flatulencias en el bajo vientre, sin dolor, y por eso expulsaba en la orina mucha espuma y burbujas, que tardaban mucho tiempo en deshacerse. Algunas veces, también pelos negros, pocos; recuerdo que, otras veces, expulsaba bastantes”.

Como el número de ejemplos en este diario acerca de lo saludable del agua, se tome por donde se tome, y de los males que pueden acaecerle al cipote o verga, roza una cantidad ad náuseam, no es cuestión de dilatarse, y sí se impone un final feliz: “Por la mañana, habiendo soltado infinitas ventosidades, me sentí muy aligerado. Estaba bastante rendido, pero sin dolor”.


Flaubert



Y es que esto de viajar, si se tiene la mente clara y las posaderas lúcidas, conduce a reflexiones explícitas que hacen de la introspección un cúmulo de vivencias casi inenarrables y, en boca de Flaubert, auténticamente inerrantes.

Así, cuando tras nueve días de aporrear las nalgas contra el caballo por fin llega a Jerusalén, nos asalta su lucidez: “Nos falta poco para alcanzar los muros. - ¡Por fin! nos decimos para nuestros adentros […] Entramos por la puerta de Jaifa y me tiro un pedo al traspasar el umbral, muy involuntariamente; hasta a mí me ha molestado ese volterianismo de mi ano”.

Pero no era para menos, y la primera intuición, fruto sin duda de una introspección llevada a su máximo de expresión, aprehendió intuitivamente lo que allí aguardaba: “Jerusalén es un osario rodeado de muros; la primera cosa curiosa que hemos encontrado allí es la carnicería. En una especie de plaza cuadrada, cubierta de montículos de inmundicias, un gran agujero; en el agujero, sangre coagulada, tripas, mierdas, mondongos ennegrecidos y oscuros, casi calcinados al sol, todo alrededor. Olía muy mal, era hermoso como exhibición de suciedad”.

La introspección, aunque de viaje, y por muy veloz que penetre en las cosas, siempre parece llevar a lo mismo.


Dalí



Si los viajes no curan de la introspección, y si el agua, aunque sabiamente encauzada, no tiene más que transitorios efectos paliativos, hemos de reconocer que quien viaje y se irriga no consigue nada si continúa optando por métodos contemplativos. Y el único método activo que se conoce es la creación. Dalí, genio creador del Continuum de cuatro nalgas, sabía lo suyo de esto.

Porque ¿qué es el método crítico-paranoico? “En términos generales, se trata de la sistematización más rigurosa de los fenómenos y materiales más delirantes, con la intención de hacer tangiblemente creadoras mis ideas más obsesivamente peligrosas”. A buen entendedor…

Así pues, la creación es lo único que nos puede liberar de la introspección y de sus obras mediante un obrar que nos enajena, ya que salimos de nosotros mismos sin quererlo y nos centramos en la obra: la obsesión queda abolida por el tiempo sin contemplación. De ahí que Dalí resulte un genio accesible: “Con motivo de un pedo muy prolongado, en verdad, demasiado prolongado y, seamos sinceros, melodioso, que dejo escapar al despertarme, me acuerdo de Michel de Montaigne. Este autor nos informa de que san Agustín fue un célebre pedómano que conseguía ejecutar partituras enteras”.

La referencia a Montaigne ya no nos extraña. Los genios se encuentran y reconocen. Pero por si había alguna duda sobre la ciencia y el arte de obrar, he aquí lo que se nos advierte en nota a pie de página: “Dalí se separa pocas veces de una valiosa grabación: un pequeño microsurco donde todo el ruido se debe a un club de pedómanos norteamericanos; y relee sin cesar el librito El arte de tirarse pedos, del conde de la Trompette”.

En esta nota, ninguna palabra es superflua, mero flatus vocis. Y en el valioso apéndice del volumen no solo podemos leer fragmentos de “El arte de tirarse pedos o Manual del artillero socarrón, del conde de la Trompeta, médico del Caballo de Bronce, para el uso de personas estreñidas”, sino también el clásico de Quevedo “Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas. Escribiólas Juan Lamas, el del camisón cagado”.

Yo no sé si habrá alguno a quien toda esta demostración le pueda parecer irreverente. De ahí que acuda en auxilio de Thomas Mann, que suena bien.


Thomas Mann



He aquí un hombre respetado, serio, amante de su mujer, de sus hijos, de varios hombres y de algunas muchachas. Lo tiene todo. Así que lo presento con todo el criterio de autoridad que otorga el Nobel.

Thomas Mann además de gustar de la buena vida y recibir amplios aplausos en los Estados Unidos junto a Walt Disney, decía en sus diarios: “Puedo decir de mí mismo, con más motivos de los que Stifter podría esgrimir, que pertenezco ‘a la familia de Goethe’”. Ahí es nada. Ahí es nada con la cagada, por ejemplo, cuando comenta lo que le comentó Annette Kolb en 1920: “Se deshizo en elogios a un novelista francés llamado Proust, o algo parecido”. Y cuando Hardt en 1921, le lleva algo de lectura, registra en su diario: “L. Hardt vino para tomar té y leyó fragmentos en prosa de un escritor de Praga, Kafka. Realmente poco común, pero al mismo tiempo un poco tedioso”. ¡Qué ojo! Se diría que el tercer ojo, místico, o del culo: ese que le permitía infravalorar las obras breves de Musil porque había demasiadas mujeres protagonistas, y que le llevó a ver que Auto de fe era una obra hecha con el culo.

Pues bien, Thomas Mann, ese quebradero de cabeza para traductores, editores y lectores de diarios (a estos últimos, sobre todo si sienten un cariño especial por Thomas Mann, les recomiendo el autoturífero Relato de mi vida), ese non plus ultra de la regencia novelística, también anota: “Flatulencias y acidez por la noche”. Se ve que el creador nunca descansa.


Moga

Y si se puede obrar desde la lucidez que va más allá y más acá de la introspección, en un viaje sin mugre por los intersticios y las circunvoluciones y repliegues de la piel (y qué no es piel), el culo nos invita a salirnos por nosotros mismos: “Destilo un pedo delicado, que trenza en el aire telarañas calientes”.


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Bibliografía

DALÍ, Salvador. Diario de un genio. Barcelona: Tusquets, 2009. Traducción de Beatriz Moura.

FLAUBERT, Gustave. Viaje a Oriente. Madrid: Cátedra, 1993. Traducción de Menene Gras Balaguer.

MANN, Thomas. Diaries. 1918-1939. London: Robin Clark, 1982. Traducción al inglés de Harry Abrams.

MOGA, Eduardo. Las horas y los labios. Barcelona: DVD, 2003.

MONTAIGNE, Michel de. Diario de viaje a Italia. Madrid: Cátedra, 2010. Traducción de Santiago R. Santerbás.

KAFKA, Franz. Diarios. Barcelona: DeBolsillo, 2010. Traducción de Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual.

RABELAIS, François. Gargantúa y Pantagruel. Madrid: Edaf, 1990. Traducción de Álvaro Rocha Montero.

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