Amigo, permíteme esta pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que te fijaste
en el culo de tu mujer? Sí, ya sé que lleváis muchos años casados, uno, o dos,
¡o incluso más!; y sé qué estás pensando: apesadumbrado, le hablas al culo de
tu mujer, y le dices: “Has cambiado… No eres el mismo que conocí…”. Está bien:
el culo de tu mujer ha perdido firmeza y ha ganado en volumen; ya no es coqueto
y pizpireto; ha trocado su respingona suavidad por el acolchonamiento de un puf
con piel de naranja. ¡Pregúntate si tu mirada no es superficial!
Dices
en voz baja que de todas formas algo grande tiene el culo de tu mujer: te ha
arrojado al mundo infinito de los culos de otras mujeres, segundo peldaño de la
teoría socrática sobre el amor a los culos. Y no puedo dejar de reconocer el
valor de esa obra descomunal que expone a tu diminuto ser a un horizonte de
placeres inalcanzables. Pero ese generoso acto, fíjate, te aleja del culo de tu
mujer, ¡y no se lo merece: ella no lo haría, tal vez!
No,
no se lo merece. Ya no lo miras, ya no lo ves (salvo cuando se sienta, sin
darse cuenta, encima del mando a distancia de la tele), y eso debería ponerte
sobre la pista de la esencia de ese culo: el misterio. Porque precisamente
cuando algo cae en el olvido y desaparece de la vista es el momento en el que
se revela como desconocido: aquello que en paradójica relación fraktal contigo
está en tu vida y te acoge con la única felicidad posible de lo ignoto. (¿Qué
te parece!).
Así
es: el templo sagrado en el más sombrío claro del bosque cerrado, jamás ha
tenido puerta, ese himen para Catulos llorosos apoyados en las jambas, siempre
o roto o pétreo, siempre algún día inhóspito, perdido, ajado como flor
despetalada, infiel por naturaleza fugaz, puerta vengativa que nada tiene que
ver con la hospitalidad de lo permanentemente abierto, nunca exclusivo y, por
lo tanto, ajeno a la retórica celosa de los pronombres posesivos.
[¿Pero recuerdas o
no cómo era el culo de tu mujer? Ah, no que esta no es tu mujer… http://ridiculouslybeautiful.tumblr.com/]
Míralo ahora de nuevo, penetra su esencia. ¡Culo o templo y ara de la
libertad! Pues este dichoso nicho sin la vanidad de las membranas te comunica
con tu soledad, con la nada de las cosas, con la metafísica de la esterilidad;
y, así, puedes abandonar a dioses y especies y resolver otro misterio: el de la
creación, el del ser que es: pues no hay creación, sino sólo nada; no hay ser,
sino sólo un hueco en el que tu semen cae en el olvido de la metáfora del mundo
visto sin la engañosa vanidad del destructor, mecanismo óptico de la vida para
perpetuarse, como un espejismo, en el sorites y la aporía de la generación.
Míralo sin superficie, asómate a su íntima desnudez y descubrirás su alma y que
carece de la posibilidad de la traición. ¡Cuánto tiene que aprender de él el
coño!
Y por
todo esto, nada nos puede parecer más triste que el hombre que ya no venera,
que ya no ve el culo de su esposa, y que, además, nunca ha conocido su alma,
esta sí verdaderamente bíblica: Sodoma y babilónica.
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