sábado, 14 de julio de 2012

FENÓMENO MAÑO



Pareja mayor, de unos sesenta años, sentada en una mesa próxima del restaurante de playa. Ambos son menudos. Ella con moderna camisa blanca y falda marrón con cinturón de piedrecitas. Un tanto demasiado moderna, quizás. Él con pelo y bigote muy negros y bastante calvo. Un matrimonio ordinario, pasan inadvertidos.

De pronto suena un móvil a todo volumen con música verbenera. No puede ser suyo, pienso, parecen discretos. Error. Responde ella, y a pleno pulmón, audible por todo el pueblo: ¿Qué YA ESTÁS AQUÍÍÍÍÍÍ?! ¿DÓNDE? ¿PERO DÓNDE ESTÁS, SOBRINO? CLARO, CLARO QUE SÍ. ESTAMOS AQUÍ EN UN VELADOR. ¡PERO QUÉ PRONTO HAS LLEGADO!!!! ¿SE HA ADELANTADO EL AUTOBÚS? ¡QUÉ ALEGRÍA MÁS GRANDE! ESPERA, ESPERA, QUE VA EL TÍO FERNANDO A POR TI. NO TE MUEVAS DE AHÍ. ¡TÚ ESPERA!

Fernando se va presuroso, pero antes pide a su mujer que hable un poquito más bajo. Ella sigue al teléfono, embriagada por la emoción. Pasados unos minutos cuelga y aparecen tío y sobrino.


¡Y COMIENZA LA FIESTA! ¡Qué derroche de entusiasmo, de alegría, de abrazos y preguntas, qué ir y venir, sentarse y volverse a levantar, juntos o a pares, o uno u otro, y el perrito Yorkshire, excitado, que no sabe a quién mirar, y la maleta roja, grandota, de acá para allá, también alborotada, no sabe dónde ponerse, y el ordenador del muchacho en su maletín va y viene por la mesa, y venga besos y efusiones, y más abrazos y recuerdos-de!!

Han llenado el escenario, son únicos, incomparables. Los ocupantes de todas las demás mesas, personajes secundarios, no podemos más que admirar aquel derroche de auténtica dicha lanzada al aire a borbotones.

Y ahora es el tío Fernando quien habla por teléfono, probablemente con los padres del adolescente, ¡aún más alto que su señora! Y el sobrino, alegre, risueño, inocente, parlanchín, tampoco calla. Todos hablan a la vez, se interrumpen, se ríen, se preguntan, no escuchan y vuelven a preguntar. Que si aquí hay internet 3D, que si el móvil de 300 euros, que si el azúcar que mi madre me ha dicho que coja para evitar mareos, que… ¡¡¡PERO SI HEMOS VENIDO PA VEEEEEEEEEEEEEETE!!! (¡así, sin “r”!), ¡¡QUESTO NO ES EL PUEBLO DEL PIRINEEEEEEEEEEEEO!!, interrumpe el tío Fernando a voces. Y la tía se levanta y besuquea al zagal, y le atusa el pelo, y revolotea alrededor de la mesa seguida por el perrito (con grave riesgo de morir aplastado en un súbito giro de ella).


¡Qué desvarío! El público, nosotros, entregados, ellos magníficos en su papel. Heidegger, los griegos, lo real, lo posible, cualquier tema de conversación anterior, está de más. El espectáculo es arrebatador, insuperable.

La camarera (y dueña del local) se acerca vacilante. Incluso ella, normalmente altanera y hosca, siente que está de más. Piden agua para el muchacho, pagan y (¡nooooooooo!) deciden que es hora de marchar. El niño tiene que descansar del viaje antes de cenar.

Se reinicia el trajín desaforado, el movimiento descontrolado de maleta, las carreras del perro, el salimos-por-aquí, no-no-por-allí, incesantes idas y venidas. Y finalmente se alejan parloteando alegremente.

El público, desolado, se siente tentado de seguirles. Sabe que la función no ha terminado, que actores y escenario siguen en otro lugar.  Tanta emoción nos ha dejado exhaustos. Hemos quedado impregnados de aquella risueña tropa y la atmósfera que han creado y sólo de ellos podemos hablar, del ciclón maño.

Flaubert, ¿dónde estabas, Flaubert?!




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