Pareja mayor, de unos sesenta
años, sentada en una mesa próxima del restaurante de playa. Ambos son menudos.
Ella con moderna camisa blanca y falda marrón con cinturón de piedrecitas. Un
tanto demasiado moderna, quizás. Él con pelo y bigote muy negros y bastante
calvo. Un matrimonio ordinario, pasan inadvertidos.
De pronto suena un móvil a
todo volumen con música verbenera. No puede ser suyo, pienso, parecen
discretos. Error. Responde ella, y a pleno pulmón, audible por todo el pueblo:
¿Qué YA ESTÁS AQUÍÍÍÍÍÍ?! ¿DÓNDE? ¿PERO DÓNDE ESTÁS, SOBRINO? CLARO, CLARO QUE
SÍ. ESTAMOS AQUÍ EN UN VELADOR. ¡PERO QUÉ PRONTO HAS LLEGADO!!!! ¿SE HA
ADELANTADO EL AUTOBÚS? ¡QUÉ ALEGRÍA MÁS GRANDE! ESPERA, ESPERA, QUE VA EL TÍO FERNANDO
A POR TI. NO TE MUEVAS DE AHÍ. ¡TÚ ESPERA!
Fernando se va presuroso, pero
antes pide a su mujer que hable un poquito más bajo. Ella sigue al teléfono,
embriagada por la emoción. Pasados unos minutos cuelga y aparecen tío y
sobrino.
¡Y COMIENZA LA FIESTA! ¡Qué
derroche de entusiasmo, de alegría, de abrazos y preguntas, qué ir y venir,
sentarse y volverse a levantar, juntos o a pares, o uno u otro, y el perrito
Yorkshire, excitado, que no sabe a quién mirar, y la maleta roja, grandota, de
acá para allá, también alborotada, no sabe dónde ponerse, y el ordenador del
muchacho en su maletín va y viene por la mesa, y venga besos y efusiones, y más
abrazos y recuerdos-de!!
Han llenado el escenario, son
únicos, incomparables. Los ocupantes de todas las demás mesas, personajes
secundarios, no podemos más que admirar aquel derroche de auténtica dicha
lanzada al aire a borbotones.
Y ahora es el tío Fernando
quien habla por teléfono, probablemente con los padres del adolescente, ¡aún
más alto que su señora! Y el sobrino, alegre, risueño, inocente, parlanchín,
tampoco calla. Todos hablan a la vez, se interrumpen, se ríen, se preguntan, no
escuchan y vuelven a preguntar. Que si aquí hay internet 3D, que si el móvil de
300 euros, que si el azúcar que mi madre me ha dicho que coja para evitar mareos,
que… ¡¡¡PERO SI HEMOS VENIDO PA VEEEEEEEEEEEEEETE!!! (¡así, sin “r”!), ¡¡QUESTO
NO ES EL PUEBLO DEL PIRINEEEEEEEEEEEEO!!, interrumpe el tío Fernando a voces. Y
la tía se levanta y besuquea al zagal, y le atusa el pelo, y revolotea
alrededor de la mesa seguida por el perrito (con grave riesgo de morir
aplastado en un súbito giro de ella).
¡Qué desvarío! El público,
nosotros, entregados, ellos magníficos en su papel. Heidegger, los griegos, lo
real, lo posible, cualquier tema de conversación anterior, está de más. El
espectáculo es arrebatador, insuperable.
La camarera (y dueña del
local) se acerca vacilante. Incluso ella, normalmente altanera y hosca, siente
que está de más. Piden agua para el muchacho, pagan y (¡nooooooooo!) deciden
que es hora de marchar. El niño tiene que descansar del viaje antes de cenar.
Se reinicia el trajín
desaforado, el movimiento descontrolado de maleta, las carreras del perro, el
salimos-por-aquí, no-no-por-allí, incesantes idas y venidas. Y finalmente se
alejan parloteando alegremente.
El público, desolado, se
siente tentado de seguirles. Sabe que la función no ha terminado, que actores y
escenario siguen en otro lugar. Tanta
emoción nos ha dejado exhaustos. Hemos quedado impregnados de aquella risueña tropa
y la atmósfera que han creado y sólo de ellos podemos hablar, del ciclón maño.
Flaubert, ¿dónde estabas, Flaubert?!
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