Texto de Luz
Cuando se sentó en el autobús ya sabía que
estaba ahí otra vez. Ese palpitar, ese latir brutal de su sexo. Supo también
que era irreversible, que debía darle rienda suelta, dejarse ir. Comenzó a
lanzar miradas a todos aquellos hombres que le parecían interesantes. No había
nadie. Se sintió desfallecer. Deseó llegar cuanto antes a Ventas y probar
suerte en el metro. Allí la cosa podría cambiar. Alguien se subió en una de las
paradas de la calle Alcalá, caminó hasta el fondo, su mirada tenía una
profundidad devastadora y llevaba un libro entre sus manos. Le gustó, le gustó
tanto que se revolvió en su asiento sacudida por un espasmo animal. Necesitaba
saber el título del libro, era una de sus manías. Deseaba que fuese
premonitorio, el hombre avanzaba por el pasillo, abriéndose paso entre la
gente, deseó estar de pie, en el pasillo, y que aquel hombre la rozase, se
apretase contra ella; ella lo detendría a su paso y rozaría su sexo
distraídamente, esperando encontrar respuesta. Pero estaba sentada, sentada y
no había posibilidad de escape. Aquella anciana mujer cubierta de bolsas le
impedía la aproximación. La voluptuosa necesidad sexual crecía a cada momento,
se sentía como una fiera enjaulada, necesitaba descargar toda su libido, se
sentía toda lascivia, toda lujuria, toda ella un inmenso sexo anhelante, ávida
por recibir toda la fuerza masculina, su dureza y su posterior licuefacción. El
final de trayecto iba aproximándose, sorteó como pudo a todos y cada uno de los
pasajeros, ya completamente ciega, poseída por esa furia descarnada y brutal.
Bajó del autobús como pudo, apretando fuertemente sus muslos, deseando ser
follada allí mismo, violentada hasta la extenuación. A medida que su deseo se
hacía más y más incontrolable menos motivos veía para seleccionar al macho
adecuado. Bajó las escaleras
apresuradamente, rebosante de delirio, casi a punto de explotar, de tener un
orgasmo automático, a punto de correrse sólo con su propia excitación. Cuando llegó al andén comenzó a escudriñar a
todos y cada uno de los machos; ninguno parecía lo bastante animal, lo
suficientemente cabrón. Cuando el vagón de metro abrió sus puertas, eligió
concienzudamente el lugar en el que debía sentarse. Eligió uno de los extremos
de la fila de asientos y allí se dispuso a esperar, decidió no seleccionar,
estaba tan caliente que se aferró con todas sus fuerzas a la barra metálica,
cilíndrica, toda pene. El metro se detuvo en una estación, comenzó a entrar
gente. De repente, un hombre cruzó su mirada con la de ella. Hubo un
entendimiento inmediato. Aquel tipo debió leer en su cara el hambre feroz que
la devoraba. Volvió sobre sus pasos, que se alejaban de ella y se apretó contra
la barra a la que ella se aferraba. Su pene había quedado justamente a la
altura de su mano. Se sintió desfallecer ante el contacto con el sexo
masculino, creyó que iba a desmayarse. El tren comenzó a andar y su traqueteo
no hizo sino aumentar la sensación de placer. Volvieron a cruzar sus miradas y
volvieron a entenderse. Ella comenzó a mover sus dedos, acariciaba aquél sexo
que se le había brindado y notaba cómo el suyo iba humedeciéndose, el placer
era brutal. El tipo se estaba empalmando y se apretaba contra su mano con un
descaro delicioso. Ella logró bajar la cremallera de su pantalón y notó el
tacto suave de su boxer y la dureza rocosa de su sexo. Mientras lo masturbaba
lentamente, lanzaba miradas hacia los pasajeros, todos parecían ir
ensimismados, distraídos, dormidos… Volvió a mirar a aquel hombre, esta vez ya
suplicándole su rendición, rogándole su esencia. Su sexo se convulsionó con una
animalidad desconocida mientras notaba cómo sobre su mano comenzaba a
derramarse un denso y húmedo calor.
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