Permanezco de pie en la plataforma del tranvía, completamente
inseguro respecto a mi situación en este mundo, en esta ciudad, en mi familia.
Ni siquiera podría precisar las pretensiones que estaría en condiciones de
alegar con derecho. Me es absolutamente imposible defender que esté aquí de
pie, agarrado al asidero, que me deje llevar por este vagón, que la gente evite
el tranvía o pase de largo en silencio o que descanse frente a la ventana.
Nadie lo reclama de mí, es cierto, pero eso es indiferente.
El tranvía se
aproxima a una parada; una muchacha se acerca al peldaño, dispuesta a subir.
Aparece ante mí con tal claridad que me parece haberla tocado. Está vestida de
negro, los pliegues de la falda apenas se mueven, la blusa, que acaba en cuello
de punta de redecilla blanco, se ciñe al cuerpo, la palma de la mano izquierda
se apoya en la pared, el paraguas, en la mano derecha, permanece apoyado en el
segundo escalón. Posee un rostro moreno; la nariz, débilmente aplastada en los
laterales, termina en una forma redondeada y ancha. Tiene pelo castaño
abundante y algunos cabellos cubren la mejilla derecha.
Su oreja pequeña queda pegada a la cabeza; no obstante, como estoy
cerca, puedo ver la parte trasera del lóbulo y la sombra en la raíz. En aquel
instante me pregunté: ¿cómo es posible que no quede maravillada ante sí misma,
que permanezca con la boca cerrada y no diga nada que exprese su asombro?
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