Como ya sabéis, no sé por cuál
de los dos decidirme para prescindir de uno de vosotros.
De esto ya hemos hablado
bastante, y si no fueseis tan pesados no tendría que verme adoptando esta
postura. Que una cosa es que nos veamos un rato y otra muy diferente aguantar
más de media hora.
Al no ser capaz de decidirme,
opté por poner mi destino, es decir, vuestra suerte, en manos de un grafólogo.
Le envié vuestras rúbricas y he aquí sus palabras:
“Querida señorita, hace tiempo que no me encontraba con
nada semejante. Y me refiero a usted. ¡Qué rostro tan lascivo como angelical,
qué ondas expansivas las de su cuerpo! Pero, ¡oh!, es otra cosa la que usted
desea de mí. Pues bien, vayamos a la firma.
Estos caracteres no dejan lugar a las dudas. Se trata de
un individuo extrovertido donde los haya. Fíjese en esos trazos firmes y
gruesos, en esa apretada letra de contundentes líneas. Un hombre vital, es
decir, a diferencia de mí mismo, poco de fiar. Me atrevería a sentenciar, por lo
malsonante del apellido, que podríamos estar ante un peligroso delincuente, un
parásito social de esos que dominan las situaciones gracias a su brutalidad
innata. Mis dotes como psicólogo me llevan a concluir que lo más probable es
que este energúmeno apenas sepa leer ni escribir, y dudo mucho que le importe
(digo a él , no a usted). Esa “k”, esa “f”… Me lo imagino en las ferias
sentando en sus rodillas a tiernas niñas para, luego, embaucar a sus candorosas
madres. ¡Aléjese de este rijoso hampón! Por si me equivocaba (algo, por lo
demás, poco probable) consulté a mi vecina Merchi, echadora de cartas y
especialista en cartas astrales. Y me confirmó dos puntos esenciales: uno, no
es cartera; y dos, no tiene ni idea de grafología. Cosas ambas que me ratifican
en mis opiniones.
Por otra parte (¡las partes que usted tiene y que seguro
le tocan, oh!), la siguiente firma resulta tan clara como el origen del
universo (para los que sabemos algo de eso, por supuesto).
Fíjese en que apenas hay
diferencia de altura entre las mayúsculas y las minúsculas. Fíjese en la caída
final de las letras, hundiéndose bajo el renglón. ¡Cómo dudar ante tantas
evidencias! Este hombre sufre una profunda depresión que le impide disfrutar de
cualquier placer. Por supuesto, no puede apreciarla a usted y a las muchas
fuentes de bienestar que emana su corpórea presencia, ¡permítame que se lo diga
desde ya! Además, las letras están demasiado separadas entre sí. Este individuo
piensa en exceso, se pierde cuando va de una cosa de lo más simple a otra. Su
personalidad lo sujeta a los deberes, su supervivencia depende del trabajo y lo
más probable es que no tenga más vida que la laboral. ¡Y ese punto final!
¡Cuánta tristeza y mal carácter se esconde en ese zanjar a la brava, sin la más
mínima opción a la alegría! Desde luego, tanta contención sólo puede significar
una absoluta falta de voluntad, y apostaría lo que fuese a que este sujeto se
la pegaría a usted hasta con sus compañeros de trabajo. ¡Mal!
En resumen, querida (porque ya
la quiero, fíjese usted) señora, ninguno de estos hombres le conviene a su
dulce y apasionado karma. Usted sabrá qué hace, pero yo sólo tengo una esposa,
tres amantes, un bono en dos prostíbulos y una suscripción al Penthouse, con lo que la invito a que me
ame con toda la exclusividad que conviene a estos atributos”.
Creo que el mensaje es claro,
novios míos. Además, acabo de leerme Henry
and June, de Anaïs
Nin, e igual que ella añadió a su psiquiatra a su lista de fricciones, yo he
decidido pasar de todos vosotros y hacerme lesbiana. ¿O no le iba también ese
rollo a la Nin, eh?
[Anaïs Nin alrededor de los diecisiete
años]
Muaks.
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