Caricatura de Keller aparecida en Wasp (San Francisco, 1882).
Es Ellmann y no lo es, como una película es y
no es un libro aunque ambos traten del mismo asunto. La elección de los actores
es soberbia (Stephen Fry es un Wilde totalmente creíble en su aspecto y su
expresión), Jude Law borda su papel personificando a Bosie, el padre de Bosie (el Marqués de Queensberry)
se nos muestra como el perfecto bruto, títulos nobiliarios mediante. Así lo
leímos en Ellmann.
Las imágenes de la película acercan a
nuestros sentidos a un Wilde atrapado, entregado, ¿sorprendido?, aplastado
entre dos fuerzas animales: la sensualidad de su amante, Bosie, malcriado efebo
que le ciega, y el padre de éste, brutal fuerza de la naturaleza y amante,
sólo, de su fuerza y su poder. Ni todo el encanto y delicadeza de Wilde
consiguen apaciguar su furia, la del padre avasallado por el perverso sodomita.
Perfecto sodomita, que consigue encandilar con sus palabras al ofendido padre
durante una prolongada cena. Pero, ay, no hay
encuentro posible. Son fuerzas encontradas, la delicadeza, la sutileza,
la belleza, la sensualidad, el ingenio, el candor inteligente frente a la más
pura animalidad.
Wilde se desvive por vivir sin corsés, en el
puro exceso de escanciar cada sorbo de vida sin mesura. Pero naturalezas más
fuertes se le oponen y consiguen aplastarlo.
Óscar y su hermano Willie.
La película recorre apresuradamente la vida
de un Wilde que apuraba la vida. Quizás el problema estriba en que Wilde,
además de respirar, paladeaba cada instante y lo que cada instante le ofrecía,
placer o pesar, siempre sin mesura, nunca sin plena conciencia. No podía ser
fácil recoger en unas cuantas imágenes una vida que se rebosaba. Sin embargo, y
a pesar de la necesaria música de fondo que marca los momentos estelares (por
si algún espectador despistado…), el film se ve con agrado, con el agrado de
recordar a un personaje singular, aunque por el camino se pierdan la
profundidad, el verdadero Wilde, a quien con Ellmann sí conseguimos intuir. Nos
llegan amagos de sus gestos (siempre excesivos, como los del payaso bajo las
luces, frente al público que le da la vida), nos faltan su porcelana azul y su
clavel verde, nos llegan ecos de sus punzantes palabras, pero echamos de menos
detalles acerca de su obra, su transformación, sus amistades y enemistades, sus éxitos, sus
fracasos, la decepción.
No creo que Wilde buscase la perdición,
pienso más bien que deseaba conocer y disfrutar de cada extremo y cada
posibilidad sin cortapisas morales, sin
limitaciones, pero nació, quizás, fuera de tiempo, unos 2.000 años tarde y en
el lugar equivocado.
Wilde vestido de griego.
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